miércoles, 21 de octubre de 2009

Vinos y Tapas

SARDINAS DEL PISUERGA

Hace años, muchos forasteros, al llegar a Valladolid, se quedaban helados: por el frío, por la niebla, y también tras comprobar que en las tascas y tabernas se bebía a palo seco, el leve clarete de Cigales o, incluso, el rotundo blanco de Serrada, cuando no misteriosos brebajes, como el carriazo. Se daban excepciones, ya que en unos pocos y vetustos garitos se hermanaban sistemáticamente el porrón de morapio con cacahuetes a granel, por ejemplo en el “Socialista”, motejado de tal en pleno franquismo; o estaba también el “Penicilino”, donde tenían a gala hacerte acompañar la enigmática poción con un mantecado llamado zapatilla.

Pero en los demás sitios, nada de nada. A diferencia del Húmedo en León, o de los bares de Avila y otras urbes cercanas, incluida Madrid, donde al pedir el chato te ponían obligatoriamente unas generosas tapas, aquí no; el que quería evitar beber con el estómago vacío (que dicen que es muy malo) se tenía que pedir, a su costa, una ración entera. Pues, lo que son las cosas, pese a semejantes antecedentes Pucela se ha convertido en la capital del pincho; eso sí ya transmutado en un artículo ultramoderno, de cocina en miniatura, que si te descuidas hecha humo de colorines y lleva reducciones, espumas y texturas.

Están, en cambio, extintas o en vías de extinción viejas viandas de mesón, como la sangrecilla (con pimentón) o las cortezas y las orejas rebozadas, de cerdo, naturalmente. “Ponme una, pero que sea de parte alta”, decían los parroquianos, mientras disfrutaban de aquellos paraísos en los que no se conocía la maldición de los lípidos totales (no se hablaba de ello en la tele); ni qué era eso del colesterol, ni bueno ni malo. Sólo se chateaba, cuando esta palabra antigua y de cuadrilla no había mutado a neologismo ciberespacial.

Sin embargo, lo más paradójico es que, en tierra de campos y pleno secano, las tapas más típicas quizá fueran las de origen marinero: mejillones, en salsa roja y, sobre todo, la divina naveganta; una sardina cruda con un poquito de vinagre o limón (y cebolla picada), que reinaba en las orillas de Cantarranas y que, actualmente, es un manjar raro y hasta prohibido, por ese bicho japonés, el anisaki. Hay que congelarlas antes, como método preservativo y, claro, ya no es lo mismo.

(El Mundo. Diario de Valladolid. 19-9-09)

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