lunes, 19 de octubre de 2009

Museo Colegio de San Gregorio

MIRAR CON PASION

Se trata de religión. Las tallas de la escuela de imaginería castellana, en madera policromada, nos convocan inequívocamente a una experiencia religiosa, pura y dura, radical, sin matices que la atemperen.

Sí, ya lo se. Es tropo retórico admitido y celebrado decir que hay otra forma de vivirlas, de conocerlas, supuestamente laica; la cual, para serlo, se refugia en la emboscadura de lo meramente estético. Pero ese modo esteticista, desmochado de su fondo experiencial auténtico, corre el peligro de quedarse en lo superficial: belleza, perfección técnica, equilibrio y, sobre todo, verosimilitud, como producto de una lograda reproducción realista.

Comprendo que hablar de religión a mucha gente incomode, y más en estos tiempos, confusos e ideologizados. Quizá convenga aclarar, antes de nada, que no me refiero a la actividad de ninguna institución religiosa en concreto, ni siquiera a esa tan nuestra y, sin embargo, tan sorprendentemente odiada que es la iglesia católica. Ni para bien, ni para mal, tiene mucho que ver con dicha institución, tal y como desempeña actualmente la parte oficial de su cometido, esa experiencia, subjetiva, personal, a la que nos confrontan estas magníficas esculturas, joyas propias de un pasado ya lejano; emblemas de una aventura que comenzó hace quinientos años y se prolongó durante varias centurias.

Y sin embargo esa experiencia, si es honda y profunda, si no se queda en la apariencia y el detalle anecdótico, es siempre, insisto, religiosa y, a veces, puede alcanzar los arcanos de lo místico. Porque dichas imágenes, que llegan a representar, misteriosamente, incluso el movimiento, están llenas de vida, de verdad; de tal modo que hay que estar preparados para recibirlas del mismo modo, con autenticidad, asumiendo el riesgo que conlleva una mirada llena de pasión y de deseo; el de conocer, el de trascender nuestra vulgaridad cotidiana.

Se trata de obras cuyo sentido es apelar, por tanto, a la parte pasional, irracional, trasgresora y deseante del ser humano, en un momento, los comienzos de la Modernidad, en los que la ciencia y una pujante y paradójica religiosidad racionalista, el protestantismo, acomodándose al capitalismo emergente como señaló Max Weber, amenazaban con sepultar nuestro lado vivencial y emotivo; subsumiéndolo bajo la hegemonía totalitaria de una ilustración sin matices.

Es sabido que no hay mayor loco que el que se cree a si mismo completamente cuerdo: ese es el tipo de locura que nos trajo la racionalidad cientifista, propia de un positivismo que considera al ser humano como exclusivamente racional, amputando de este guisa la parte que hemos denominado, no sin motivos, como religiosa. Pero a esa pretensión, peligrosamente empobrecedora y unidimensional, plantó cara la escultura castellana, evolucionando desde el clasicismo renacentista y el manierismo (en los que podemos incluir a Juan de Juni y Alonso Berruguete) hasta llegar al esplendor barroco de Gregorio Fernández o Francisco del Rincón. Todos ellos son ejemplos de lo que podemos denominar arte de lo sagrado, utilizando aquí este término en el sentido, tan sugerente y evocador, que le diera Georges Bataille.

No obstante, con el transcurso del tiempo la tiranía moderna que busca imponer la exclusividad de la ciencia y de la racionalidad, acabó triunfando, a veces violentamente (pensemos en la revolución francesa), provocando una respuesta no menos radical y extrema, la reacción romántica; réplica exacerbada en la que lleva enfrascado el arte desde entonces, metamorfoseándose en sucesivas y reincidentes vanguardias que la van prolongando, mediante la reivindicación ya sin más, fuera de todo ámbito sagrado, del lado oscuro y psicopático, como intento desquiciado de dejar constancia de una olvidada verdad (aunque sea parcial) del hombre para, de este modo, poder escapar como sea del asfixiante corsé racionalista. Y en esa esquicia que nos disocia irreparablemente, pues establece la incompatibilidad entre la pragmática racionalidad positivista y la exaltada subjetividad romántica, seguimos instalados todavía.

Y sin embargo, las maravillosas esculturas de la escuela castellana afirman, con aplastante contundencia, que la síntesis fue una vez posible, que la razón y la pasión pueden convivir en equilibrio; pues esa es la apuesta del arte de lo simbólico, que articula un universo en el que es factible vivir la experiencia de lo sagrado. En estas tallas de madera se representa con fidelidad absoluta el cuerpo en toda su materialidad, pues es este un arte clásico y, por ello, marcadamente materialista, que se basa en el estudio moderno, riguroso y perfecto del cuerpo humano; eso sí llevado a cabo no con fines didácticos o prácticos, como por entonces ya empezaba a hacer, en el ámbito de la medicina, la recién estrenada ciencia anatómica (que por cierto, nació también en Valladolid), sino con la finalidad de que todo ese alarde de conocimiento siempre esté al servicio de un mundo simbólico: el de la pasión de Cristo, un héroe cuyo sacrificio constituye el núcleo del relato mítico fundador de nuestra civilización.

La palabra, la promesa, se hace carne, como nunca, en estas esculturas que sobrecogen por la conjunción que en ella se opera, al encontrarse frente a frente lo bello y lo siniestro, es decir el más alto ideal del espíritu y el dolor más lacerante, expresado a través, no de abstracciones, sino de la presencia inapelable de los músculos en tensión y de la sangre derramada. Y todo ello para representar, de este modo, la eterna tragedia del ser humano, que advino al mundo cuando el verbo habitó un cuerpo que, hasta entonces, era sólo el de un animal más entre los otros.

Claro que, la enorme fuerza de esta singular experiencia escultórica sólo se entiende si pensamos que, en el momento en el que se inició, Valladolid, Castilla, España, eran el centro del mundo; aunque hoy nos cueste comprenderlo, sumergidos como estamos en el fondo embarrado de una ya larga decadencia. Sin embargo es verdad, el siglo XVI fue el siglo de España, y por entonces Valladolid venía a ser el corazón de un cuerpo social vigoroso, lleno de ambición y de futuro, que supo dar al mundo, entre otros muchos portentos, el de esta escultura en madera policromada que, por ser un material especialmente adecuado para ello, logró recrear en imaginería incomparable los conceptos, los símbolos mejor dicho, éticos y estéticos de un gran proyecto espiritual, católico, es decir universal.


(El Mundo. Diario de Valladolid. Extra Museo Colegio de San Gregorio. 18-9-09)


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